Esperamos que disfrutéis con la lectura de ambos relatos y os animéis en años posteriores a participar en el concurso.
La diosa Nala.
Hace
mucho tiempo, en la gran ciudad de Nazca, había una hermosa joven llamada Naga.
Ella era la chica más inteligente y bella que nunca haya existido sobre la faz
de la tierra. Era hija de un rico mercader y de una perfecta costurera.
-Madre
- dijo un día la joven- ¿Podemos ir junto a Padre a la laguna?
-Me
temo que tendrás que ir sola, Padre y yo tenemos que ir a una convención de
costuras –contestó el afligido rostro dela costurera.
-De
acuerdo, no me espere para comer –dijo la muchacha con una sonrisa.
Acto
seguido salió por la puerta alegremente y sin preocupaciones sin saber lo que
le depararía el futuro. Lo que más le gustaba a ella era ir a la laguna, sobre
todo porque allí tenía a su mejor amigo: se llamaba Parvati. Aunque no me
creáis era un bonito pato blanco con el pico azul. Era muy especial no solo por
su colorido pico, sino que cuando te miraba, parecía que te hablase con sus
marrones ojos.
-Buenos
días patito –saludó Naga a su amigo.
-Cuac
–contestó el pato como si quisiese devolverle el saludo.
-Realmente
me encanta estar contigo –prosiguió Naga.
-Cuac
–volvió a contestar el pato.
-Me lo
tomaré como un “y yo también estar contigo” –Dijo Naga dulcemente mientras
sonreía.
Paseaban
juntos horas y horas desde que eran pequeños y se entendían perfectamente el
uno al otro. Eran como hermanos. Cerca de la laguna había una bonita mansión
blanca entera, exceptuando el tejado, que era de azul turquesa. En ella, vivía
un señor mayor. En su juventud, había sido un gran pescador. Ahora pasaba todos
los días en su caso o aseando por el parque.
-Parvati
–dijo Naga parándose en seco.- ¿Qué crees que significa el “valor sentimental”?
-¿Cuac?
–contestó el pato en tono ”¿qué?”
- Pues…
-comenzó a relatar Naga- es que el otro día oía a Padre y Madre discutir.
Estaban peleando por primera vez y decían constantemente algo de “valor
sentimental”. No he logrado comprender a qué se referían.
De
repente vio una sombra tras ella, era el hombre mayor de la mansión.
-¿Desahogándote
con un pato? –preguntó el hombre con una voz calmada y ronca.
-Puede
–contestó ella.
-Tranquila,
no creo que sea de locos. Yo mismo lo hacía cuando tenía tu edad. Solo que era
con un tigre de Bengala. – Dijo el hombre sonriendo.
-¿En
serio? Esto… no me gustaría ser
maleducada pero… ¿cómo se llama y cuántos años tiene usted?
- Me
llamo Brahma y tengo unos 2504 años para ser exactos.
-¿Eso
es posible? –preguntó ella boquiabierta.
-Por
supuesto que lo es –contestó el anciano-. Es posible si consigues la “vida eterna”.
-¿La
vida eterna? –pregunto Naga intrigada.
-Si se
consigue cuando… -justo cuando iba a contestar se calló de golpe y fue cojeando
hacia la mansión.
-¡Espere!
Todavía no me ha contestado –dijo Naga- Me da la impresión de que no nos lo
quiere decir- le dijo a Parvati. Este la miró como respondiendo “totalmente de
acuerdo contigo”.
Entonces
se despidieron y Naga entró rápidamente en su casa. Frente a ella había un
precioso vestido con joyas y diamantes incrustados. El vestido era blanco y
amarillo. Naga no pudo resistirse y se lo probó mientras fantaseaba con lo del
“valor sentimental”. Al poco tiempo la venció el cansancio y se quedó
profundamente dormida en su cama con la única compañía de la oscura noche.
Ala
mañana siguiente, los padres de Naga volvieron a casa con una sonrisa de oreja
a oreja. Naga se despertó corriendo, se cambió y fue a recibirlos con unos
fuertes abrazos.
-Naga,
querida, tenemos buenas noticias para ti.- Dijo su madre mientras la abrazaba.
-¿Buenas
noticias? – Preguntó ella curiosa.
-¿Te
gustaría cuidar de alguien más, tú sola?- Preguntó su padre mientas se sentaba
en una silla.
-¿Me
vais a comprar una mascota? –Dijo ella muy entusiasmada.
-No
exactamente. Nos hacemos mayores y pronto nos quedaremos solos. Por eso, nos gustaría
adoptar un hijo.
La
noticia le sentó muy extrañamente a Naga ,“¿un hermano?” pensaba una y otra vez
“yo siempre he sido hija única y jamás me lo había planteado”. Esas palabras
resonaban en la cabeza de Naga como un eco. Por la tarde, cuando iba de camino
a visitar a su amigo Parvati, decidió tirar por otro camino. Se adentró en el
pueblo Greemitch, uno de los lugares más destrozados y pobres debido a las guerras
y asesinatos que el pueblo había soportado durante años. Mientras andaba, vio a
un niño de unos once años que la veía con unos apenados y tristes ojos.
-Hola
–dijo dirigiéndose al chico con la voz más dulce que pudo poner. - ¿Cómo te
llamas?
-Ho…
hola… me llamo Perseo –Dijo el niño inseguramente.
-Veo
que estás solo –dijo ella tristemente.- ¿Te gustaría tener una hermana?
-Una…
¿hermana? ¡Claro que sí! –Dijo él llorando de la alegría.
-Pues
entonces aquí me tienes. Me llamo Naga pero a partir de ahora me puedes llamar
hermana.
Los dos
conectaron de una forma impresionante. Fue verse el uno al otro y sentirse muy
unidos. Naga llevó a Perseo a su casa y le dijo que la esperase allí un ratito
que tenía que hacer una pequeña parada. En poco tiempo llegó a la laguna. Lo
que se encontró no fue para nada normal: ante ella se encontraba el hombre
mayor arrodillado frente al lado pronunciando lo que parecía ser una especie de
conjuro.
-…levanta
espíritu, levántate, que las cosas prestadas te las pienso devolver –pronunció
Brahma.
Delante
de él se alzó el cuerpo de una bella mujer con la piel del mismo color que la laguna
de la que había aparecido y el pelo del color de los océanos.
-Decidme
lo que queréis –dijo la penetrante voz de la mujer.
-Concededme
un último deseo –pidió con desesperación el anciano.
-Decidme
cuál.
-Por
favor, indicadme el camino para llegar hasta el
tesoro de Hammurabi –Pidió casi de rodillas.
-Me
pedís algo demasiado sencillo –dijo la mujer entregándole una especie de rollo.
Justo después la mujer se desvaneció en el agua sigilosamente.
-¿El
tesoro de Hammurabi? –Dijo susurrando Naga- ¿De verdad existirá?
Al
llegar a casa presentó a Perseo su nueva
familia. Sus padres lo aceptaron encantados. A la hora de la cena, Naga fue a
su cama antes de lo normal. La expresión de Naga preocupó a Perseo tanto que la
siguió a su habitación.
-Estás
pensativa ¿Te pasa algo? –Preguntó Perseo tímidamente.
-¿Qué?
No no me pasa nada –Mintió Naga.
-¿Sabes
algo? Cuando me sentía así mis padres me contaban historias de hace mucho
tiempo.
-¿Historias?
–Preguntó ella curiosamente.
-Sí. Me
acuerdo de mi favorita. La del dios de la sabiduría: Hammurabi.
Al
escuchar esto, Naga se puso muy atenta a lo que decía Perseo.
-¿Me la
puedes contar por favor?
-Claro.
Hace muchos años en un antiguo pueblo vivían tres hermanos. El mayor de los
hermanos fue hacia el templo prohibido y deseó ser rico. Pero la avaricia acabó
con él. El mediano de los hermanos siguió los pasos de su hermano pero deseó
ser invencible. Pero la competitividad lo mató. El pequeño, que era el más
listo, fue al templo prohibido y decidió ser invisible. Al hacer esto, ninguna
fuerza de la naturaleza pudo matarle, por eso, se convirtió en dios de la
sabiduría. Se dice que guarda un gran tesoro para la persona que lo merezca de
verdad.
-y…
¿ese sitio existe realmente? –Preguntó Naga asombrada por la historia.
-Pues
claro que sí. Mañana si quieres puedo guiarte hasta ese lugar si te interesa.
-Muchas
gracias. Pero ya es tarda. Mejor que te acuestes ya.
-Pero
yo quería dormir con alguien –Dijo Perseo con pucheritos adorables.
-Está
bien… por esta noche vale –dijo Naga sonriendo.
Entrada
la noche solo se oía el sonido del viento encontrándose con las ventanas.
Perseo se había quedado dormido pero Naga estaba abrazándolo dulcemente. Ahora
que sabía lo que era el calor de un hermano, era consciente de que había
encontrado su “valor sentimental”. Sabía que era imposible reemplazarlo y que
era lo más valioso para ella. También rondaban en su cabeza algunos
pensamientos y dudas que no la dejaban tranquila “¿Para qué querrá un hombre
tan rico como Brahma un tesoro?” se preguntaba una y otra vez. Tras mucho darle
vueltas a sus preguntas, se quedó dormida escuchando el viento y a su hermano,
quien le proporcionaba más seguridad que nunca.
A la
mañana siguiente, Perseo y Naga se pusieron en marcha. Naga seguía a Perseo
tranquilamente hasta que este se paró en seco.
-¿Qué pasa
¿ -preguntó ella.
-¿Qué
hace un pato con el pico azul en medio de un camino desolado? –Respondió en
forma de pregunta Perseo. -¡Es Parvati! –dijo ella felizmente mientas cogía en
brazos al pato.
-¿Parvati?
-Sí. Lo
siento no me he acordado de presentártelo. Es mi mejor pato-amigo del mundo
–contestó Naga felizmente.
-Es
monísimo –dijo Perseo mientras lo acariciaba suavemente.
-Cuac
–respondió Parvati en tono amistoso.
Tras
esto, se volvieron a poner en marcha. No habían andado mucho cuando se
encontraron frente a un enorme templo decorado enteramente con oro. En el exterior había millones de especies
tropicales que hacían impresionante el paisaje. En la entrada había una estatua
de unos cuatro metros de alto que representaba al dios Hammurabi cerca de una
mujer que ya había visto antes Naga.
-Aquella…
aquella mujer es la misma que estaba junto con Brahma en el lago.
-Se
llama Killa. Según las leyendas es su esposa. –Respondió Perseo.
-¿Su
esposa?
Justo
cuando Naga iba a terminar la frase, apareció un hombre de la nada. Su aspecto
era el mismo que tenía el dios Hammurabi en la entrada. Cuando habló, las
sospechas fueron resueltas. Se encontraban ante el legendario dios de la
sabiduría.
-Bienvenidos
¿quiénes sois y qué queréis? –Preguntó una profunda pero armoniosa voz.
- Me
llamo Naga –respondió ella intentando parecer lo más segura posible. –Y me gustaría
hablar contigo.
Tras
explicarle lo que vio en la laguna, el dios se la quedó mirando mientras meditaba.
El silencio era descomunal. Nada ni nadie hacía el más mínimo ruido. Tras
pensarlo y meditarlo con calma, Hammurabi dijo:
-Ella
era mi esposa. Mi ser más preciado. Pero no puedo reunirme con ella.
-¿Por
qué ¿Digo, si tanto la ama… ¿Por qué no está usted con ella? –Preguntó Naga.
-¿Qué
por qué? Pues por la sencilla razón de que tengo una obligación muy importante.
-¿Qué
puede ser más importante que estar con un ser querido? –Preguntó Naga casi
gritando.
-Este
templo. –respondió con tono lúgubre el dios.
-¿Este
templo? –repitió Naga incrédula.
-Sí. Yo
estoy unido a este templo y mi deber es protegerlo. A no ser que alguien quiera
ocupar mi cargo, no podré ser libre.
-¡Pero
usted es el dios de la sabiduría! ¡ Debería saber cómo manejar esta situación!
¿Cómo quiere que me crea lo que me está contando?
El
silencio que se hizo a continuación ganó por completo al de hacía unos minutos.
Perseo los miraba a los dos una y otra vez hasta que por fin consiguió decir
algo:
-Sé lo
que es no poder estar junto a tu ser querido ¡Pero yo no soy como tú! –Gritó señalando
al dios.- Yo nunca me he rendido ni he aceptado mi presente ¡Porque creía en un
fututo!
-Perseo…
-dijo conmovida Naga.
-Si de
verdad lo que deseas es estar junto a tu esposa. ¡Estoy seguro de que lo
habrías intentado! –Dijo él llorando- Eres un dios… tienes más posibilidades de
conseguir lo que quieres… ¿Por qué no lo intentas?
-
Tienes razón… siempre me he resignado con mi presente sin contar con el futuro…
pero eso no quiere decir que no lo haya intentado… necesito a alguien que ocupe
mi puesto.
-Yo lo
haré.
Esa
respuesta hizo girar todas las miradas hacia Naga, que estaba frente al dios
con la mano levantada.
-¿Qué?
–Preguntó Hammurabi boquiabierto.
-He
dicho que yo lo haré. No me quedaré de brazos cruzados mientras alguien es
infeliz y está sufriendo. Y mucho menos delante de mí.
-¿Estás
segura? –Preguntó Hammurabi muy sorprendido.
-Hermanita
no lo hagas. Por fin había encontrado una familia. No es justo. –Sollozó Perseo
mientras agarraba con fuerza la mano de su hermana.
-Sin
embargo… deberás proteger mi templo.- Intentó ayudar Hammurabi
-¿Yo sola?
-No . –
Dijo mientras levantaba su mano derecha hacia arriba.
Una luz
azul y cegadora inundó toda la estancia haciendo que todos tuvieran que taparse
los ojos. Cuando la luz empezó a hacerse más débil, Perseo abrió los ojos mientras
se sorprendía al ver lo que tenía delante.
-¿Naga?
¡Eres una mujer-serpiente! –Dijo él alucinando.
Y
efectivamente, ante ellos estaba una mujer con la parte de la cintura para
arriba humana y la parte de los pies con unas escamas de serpiente.
-Ahora
eres una diosa y posees la vida eterna además de poderes incomparables al de
los humano. Este es mi obsequio por haberme regalado la libertad. Y recuerda:
estoy en deuda contigo.
Dicho
esto Hammurabi se desvaneció en la nada, dejando a Naga, Parvati y Perseo solos
en aquel enorme templo.
-Y
ahora… ¿qué dirá madre cuando vea que su hija se ha convertido en una
mujer-serpiente?
-¡Estás
increíble hermanita! –Saltó Perseo sorprendido.
-¡Cuac!
–Respondió Parvati.
-Pero…
¿Ya no estarás con nosotros nunca más? –Preguntó Perseo tristemente.
-Hermanito…
No dejaré que eso pase. Digo yo que te mereces un puesto como “ayudante de
diosa” –Contestó Naga riendo.
En un
nuevo pero esta vez verde destello, apareció la misma mujer que Naga había visto con Brahma la última vez. La mujer,
con una brillante sonrisa, se acercó a ella.
-Te
estaré eternamente agradecida –afirmó la mujer esta vez con una voz delicada y
alegre.
-¿A mí?
¿Por qué?
-Simplemente
porque has conseguido que mi amado y yo volvamos a estar juntos, como en los viejos
tiempos por eso te concederé tu deseo más preciado: el de no alejarte de tus
seres queridos.
En
cuanto acabó la frase, un brillo dorado envolvió a Perseo y a Parvati. Lo siguiente
que pasó dejó a Naga sorprendida: Perseo se convirtió en una luminosa espada
con una empuñadura de oro y esmeraldas., Parvati sin embargo se convirtió en
una especie de tocado de color violeta y naranja.
-¿Qué
ha pasado? –Preguntó Naga dudosa.
–Los he convertido en dos objetos que te serán
muy útiles a partir de ahora. Tranquila, cuando quieras, volverán a su forma
original, un chico de once años y un pato de pico azul turquesa. –Afirmó la
mujer con toda la tranquilidad del mundo.
-¿Puedo
saber cómo te llamas?
- Por
supuesto. Me llamo Shipah, diosa al igual que tú a partir de ahora.
-¿Diosa?
Todavía no me lo puedo creer.
-Suele
pasar –respondió agradablemente Shipah.- De todos modos tu único deber ahora
mismo es cuidar de nuestro templo. Este lugar ha sido muy importante para
nosotros en los últimos milenios y te lo hemos confiado porque sabemos que lo
harás muy bien.
-Pero
un momento… ¿Y mis padres?
-No
pasa nada, nosotros nos encargaremos de que no se preocupen.
-Pero
prométeme una cosa.
-¿Cuál?
-Que
cuidarás de ellos y los protegerás –Dijo Naga firmemente.
-Eso
está hecho. Espero que cumplas con tu cargo tan bien como espero. Dijo Shipah
antes de desaparecer en la nada.
Después
de esto, Naga protegió el templo con todas su fuerzas una y otra vez y sin descanso.
Sin embargo, nunca se arrepintió, porque sabía que había hecho feliz a mucha
gente y Perseo y Parvati la protegían y apoyaban en todo el tiempo. Gracias a
eso siguió adelante con todo el coraje
de una diosa. La diosa en la que se había convertido.
Un toque repentino.
El
irritante ruido del despertador hostigó mi oído, haciendo desaparecer todo el
bello y hermoso paisaje tropical malayo con el que estaba soñando mi mente.
“Oh,
lunes no… por favor…”
Me
revolví varias veces en mi cama, cubriéndome el rostro con las sábanas y
hundiéndolo en la almohada con la escasa y patética esperanza de que esto
pudiera salvarme de ira trabajar aquel día.
No os
confundáis, adoro mi trabajo, pero odio los lunes. Son una malísima
combinación.
Bostecé
profundamente antes de incorporarme y sentarme en la cama, inclinándome hacia
delante y apoyando los codos en las rodillas. Tenía la mirada perdida, con ojeras, como si me hubiera
pasado la noche en alguna que otra borrachera. Sin embargo, saqué de a saber dónde fuerzas suficientes para levantarme
completamente y bajar a la cocina. Preparé mi café de siempre, aunque con una
cucharada extra de azúcar de la que suelo echar. Me di la vuelta y me apoyé en
la encimera mientras tomaba el primer trago, no antes de soplar un poco por
encima, claro; aún les tenía mucho aprecio a mis pupilas gustativas, y
definitivamente no se merecían ser quemadas de un modo tan cruel como lo era
beberme el café ardiendo. Justo segundo después de apartar la taza de la boca,
escuché el sonido de unas pisadas bajando por las escaleras. “No, jolín…”,
pensé de una forma casi inconsciente.
En
aquellos momentos no me agradaba mucho ver a esa persona, pero tuve que mostrar
la mayor educación posible con él, más que nada porque compartíamos la misma
madre.
-Buenos
días, hermanito. –le saludé de mala gana, volviendo a acercar la taza a la
boca.
-Piérdete,
Lukas. –Me atizó Emil con su ruda voz de siempre, mientras abría la nevera para
buscar alguna que otra cosa de la que alimentarse; pedirme a mí que le
preparase el desayuno era… “demasiado humillante” en su connotación.
No sé
ni cómo pude contenerme para no lanzarle la taza con el líquido humeante a la
cara, pero me ahorré cualquier comentario.
Pasamos
un buen rato sin que ninguno de nosotros le dirigiera la palabra al otro, hasta
que decidí despedirme de él, vestirme y dirigirme a mi lugar de trabajo.
Naturalmente, solo obtuve un indiferente bufido a eso.
Decidí
pasar un poco de él.
“Solo es
un estúpido adolescente quinceañero”, me decía a mí mismo. “Ya crecerá.”
En el
hospital Oslo Universitetssykehus, las cosas ocurrieron como de costumbre:
corazones y más corazones, y es que eso es lo que tiene ser un cardiólogo. Te
especializas exclusivamente en toquetear los pechos ajenos y escuchar los
latidos a través del fonendoscopio, o, si tienes un poco más de aguante, como
yo, y malgastaste un par de añitos más en la universidad, hay una posibilidad
de que pases una hermosa experiencia abriendo las cajas torácicas de la gentuza
y extirpándole algún tumor arterial.
En
resumen, trabajaba de cirujano cardiovascular.
Aquella
mañana, sin embargo, mi rutina de siempre dio un leve e inesperado giro. Mi
primer ayudante de quirófano, el Sr.
Väinämöinen (o Tino; era un muchacho de confianza, nos llamábamos mutuamente
por nuestros nombres) vino diciéndome no sé qué de que el director del hospital
quería verme.
Para
mí, y para todo el personal que oyó aquello, fue bastante sorprendente.
-¿A mí?
–Volví a preguntárselo, incrédulo, incluso señalándome a mí mismo con el dedo.
-Así
es… -Asintió el chico. Aunque su rostro aparentaba serio y sereno. Como de
costumbre, la ilusión y la curiosidad se
reflejaban en su mirada.
El
director era un pez bastante gordo, un tío ocupado, según los médicos que
tenían lazos más cercanos con él. Nunca les prestaba atención a los “simples
médicos”, como lo éramos yo o mis compañeros;
para él, carecíamos de toda importancia. Total, había MILES de cardiólogos en
aquel hospital.
Pero me
preguntaba por qué, según Tino, me había llamado especialmente a mí a su
despacho. A ver si me habría metido en un lío o algo…
Comencé
a perturbarme levemente.
-¿Pero
estás seguro de que es a mí a quien quiere ver? –Suspiré con cierto agobio;
ciertamente, sólo le había visto la cara al director una vez en mi vida.
-Q-quiero
decir… N-no hice nada… -Empecé a tartamudear un poco, algo nervioso. Siempre me
ponía así en este tipo de situaciones.
- Luk,
sé lo que digo. –Me cortó el otro, mientras se llevaba una mano al bolsillo de
su bata y sacaba una pequeña carta, que más bien tenía aspecto de notita. Me la
tendió acto seguido, con el rostro claramente emocionado; por fin algo
extraordinario ocurría en aquel hospital.
No dudé
en arrebatarle la carta dominado por mi nerviosismo. La abrí rápidamente y le
alisé las esquinas, ya que se había arrugado un poco en el bolsillo de Tino.
“Solicito la presentica de Lukas S. Bondevik en mi despacho el día 08-04-12; 12:42 am.
Atentamente, el director
Rafael González”
Tragué
saliva con dificultad.
O me
iban a echar del trabajo, o me iban a dar el Premio Nobel. No podía ser otra
cosa.
Como ya
solo faltaban un par de minutos para la hora nombrada, no dudé en emprender la
marcha hacia su oficina, sabiendo que encima me costaría encontrarla.¡ Con lo enorme
que era el hospital…!
Me
despedí de mis compañeros, y literalmente, corrí por los pasillos con el fin de
alcanzar cuanto antes mi destino.
Tras
estar dando varias veces las mismas vueltas, pude dar con su despacho. Me situé
delante de la puerta, la típica puerta de madera amarillenta con una ventana
medianamente trasparente que solo dejaba ver la silueta de las personas que se
encontraban dentro de la sala.
Me tomé
mi tiempo antes de agarrar y girar el pomo de la puerta, no antes de tragar un
par de veces saliva y rezar a Odín que
POR FAVOR fuese la opción del Premio Nobel, y no la opuesta.
Mi
trabajo lo era todo para mí. No tenía nada más en mi vida.
Abrí un
milímetro la puerta, echando una fugaz ojeada por toda la sala. Era pequeña y
oscura; el ambiente, incluso parecía tener cierto color rojizo debido al mismo
color de las paredes, pensé.
Inmediatamente,
olí el humo del tabaco. Esa era la señal de que allí estaba el pez gordo.
-Tú
debes de ser Lukas… -El director, sentado en su escritorio con los pies en la
mesa, se retiró el cigarro de la boca
para poder hablar con menos dificultad.- Llegas justo a tiempo.
Sin
abrir mucho la puerta, me entremetí por el pequeño espacio que había entre ella
y la pared. Volví a cerrarla, apoyando mi espalda en el marco y con los brazos
tras ella; asimismo, agaché la cabeza, al no poder mantener mucho la mirada
clavada en aquel hombre.
-…Señor…
-Mascullé de un modo casi inaudible.
Acto
seguido, escuché al Mayor soltar un pequeña risita. ¡Dios, mi comportamiento
era extremadamente ridículo!
Rafael
González era el director del Oslo Universiteitssykehus,
uno de los hospitales más famosos del mundo. Un hombre de grandes riquezas, sin
lugar a dudas, pero también de un carácter algo arrogante y presumido.
Como
indicaba su nombre y apellido, no era nativo de tierras noruegas, sino que
pertenecía al país insular del sureste Asiático ubicado en el Océano Pacífico:
Filipinas.
En
cuanto a su aspecto… Su grave y ciertamente temerosa voz no concordaba para
nada con su edad real, ya que solo era un año mayor que yo. Sus cabellos, lisos
y de un color castaño oscuro casi negro, estaban cortados por encima de los
hombros, con varios mechones a modo de flequillo que caían por su frente. La
tez era morena. Sus ojos, curiosamente, siempre cobraban una coloración
rarísima, que parecía una mezcla de amarillo oscuro con marrón claro, tanto que
aparentaban ser de color ámbar.
Toda
aquella combinación, más la cara de pocos amigos que tenía, habría sido capaz
de espantar a cualquiera. Realmente, no lo recordaba tan terrible.
No voy
a negar que incluso consiguió asustarme a mí, pero tal fue el miedo que me
metió que no podía hacer otra cosa que obedecer dócilmente a cada una de las
palabras que salían de su boca.
El Sr.
González echó un par de cenizas en el cenicero que estaba sobre la mesa, y acto
seguido, quitó lentamente los pies de la mesa, levantándose a continuación.
-…Veo
que los falsos rumores que circulan por ahí sobre mí llegaron hasta tus oídos,
Lukas, -Escondió las manos tras la espalda, con el cigarrillo en una de ellas.
Por
poco aguanté para no pegar un bote y darme un golpe contra la pared de atrás,
pero sí que conseguí acorralarme en una esquinita.
Al
parecer, al mayor no le agradó mucho mi reacción, ya que manifestó bastante
bien su desagrado con una mueca en el rostro.
-Si tienes tanto
miedo de mí… te aconsejo que atiendas a lo que te voy a decir.- Volvió a
alejarse nuevamente para poder aproximarse a la ventana y entreabrir un poco
las persianas con los dedos. A través de ellas, se veía el Departamento de
Neurología, aunque yo ni siquiera había tenido oportunidad de entrar en él, a
pesar de llevar tantos años trabajando allí. Al parecer y según lo que había
oído, en su interior se realizaban experimentos que todo el Gobierno quería
ocultar al resto de los países del Consejo Escandinavo, ya que los “rumores
corren mucho” y en poco tiempo llegaría a Dinamarca, y si llegaba a Dinamarca,
llegaría a toda la Unión Europea.
-Acércate.
Hice lo
que me pidió, rígido, situándome a su lado y mirando a través de las persianas
levemente levantadas.
-Llevas
bastantes años trabajando aquí como para ya conocer las investigaciones que
lleva a cabo el Departamento de Neurología.
Me
extrañó bastante que me hablara de él, ya que mi especialización no se parecía
ni de lejos a la de los que trabajaban en aquella sala.
-… No,
señor… - Repliqué, tímidamente.
Tras
eso, Rafael dejo cerrarse las persianas, desconcertándome un poco.
-Entonces,
te lo resumiré como pueda. –Le dio la vuelta al sillón para sentarse en él y
aspirar por última vez la nicotina del tabaco, acabando el cigarro y
arrugándolo contra la base del cenicero.
Realmente
me asusté. Principalmente, no entendía por qué yo. ¿Por qué me iba a confesar a mí el director que
siempre se esconde de la luz del sol en su despacho, los oscuros y extraños
experimentos que realizaba aquel misterioso y oculto Departamento de? ¿ A MÍ, a
un simple cardiólogo?
No
comprendía nada de lo que estaba pasando, pero esperé que su historia me
mostrase algún camino concreto en este confuso laberinto.
Asentí
, en señal de que comenzara. […]