Una luciérnaga es una isla perdida en la noche más densa. Cien luciérnagas, una
constelación misteriosa que marca el rumbo hacia otros universos. Así, con esa
estrategia de luz, se organizan los libros que moran en las bibliotecas. Son caricias
fosforescentes que incendian los sueños y recomponen los corazones grises hasta
hacerlos recobrar su color rojo brillante. Cualquier individuo que padezca el síndrome
del corazón gris, debería ponerse en manos de un experto y visitar una biblioteca.
Para escribir un libro, además de hacer malabarismos con las palabras hay que ser una
desvergonzada o un loco. Un atrevido, una excéntrica descontrolada. Llevar un calcetín
de lunares, otro de rayas y los pelos de punta. Una cresta como las que lucen las
cacatúas sería un peinado muy interesante para un escritor. Solo las mentes más
disparatadas son aptas para escribir libros. Pero para custodiarlos no es suficiente con
tener un desajuste en los cables cerebrales. Es indispensable ser de fuera. Un
extraterrestre. Las bibliotecas albergan seres con antenas giratorias, cerebros
millométricos que memorizan títulos rebuscados, rimbombantes, campanudos. Las
personas que custodian libros siempre me han parecido criaturas singulares. Están
dotadas de extremidades retráctiles que estiran y estiran hasta alcanzar aquel volumen al
que parecía imposible acceder. Y a continuación, como si nada, se recomponen y todo
vuelve a su posición natural. Parecen seres humanos, pero a poco que los observes
percibirás que no son de aquí. Una de las cosas que más me fascina de los bibliotecarios
es su cerebro. ¡Me parecen tan listos! Los libros fabrican pensamientos. Pasar tantas
horas dentro de una factoría de ideas es bueno para tener un corazón rojo y brillante y
una cabeza repleta de planes fantásticos.
Alguien me ha contado que el 24 de octubre es el Día de la Biblioteca. Sería genial
organizar una fiesta con confeti y pompas de jabón. Celebrarlo por todo lo alto. Me
encantaría vestirme para tal ocasión como el personaje de algún libro, sentarme en la
mesa de una biblioteca de la ciudad donde vivo y esperar a que fuesen a visitarme. En
las bibliotecas puedes ser quien tú quieras. Desde Mary Poppins hasta Matilda. Atreyu,
Drácula o incluso Pippilotta Viktualia Rullgardina Krusmynta Efraimsdotter
Långstrump. Puedes ponerte botas de pelo, plumas, zancos y sombreros. Sombreros!
Eso es! Imagino a una pequeña lectora acercándose a mí discretamente, atraída por los
colores y formas de mi sombrero:
—Sombrerera loca, ¡qué fiesta más maravillosa! Sería tan amable de servirme una taza
de té?
Yo se la serviría con mucho gusto, poniendo cara de mujer refinada, y luego ambas
haríamos ruido al tragar. Sonaría algo parecido a glup glup glup. Y antes de que nos
diese tiempo de romper a reír de forma desenfrenada, aparecería el bibliotecario, como
surgido de la nada, que para eso poseen la facultad de materializarse delante de ti en el
momento más inoportuno, y nos advertiría de que las bibliotecas no son merenderos.
Hay que reconocer que son únicos custodiando tesoros. Extraterrestres con el corazón
rojo y brillante. Qué cosa tan extraordinaria. ¡Feliz Día de la Biblioteca!
Ledicia Costas