El Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes es el máximo reconocimiento a la labor creadora de escritores españoles e hispanoamericanos cuya obra haya contribuido a enriquecer de forma notable el patrimonio literario en lengua española.
La relación de autores premiados desde su primera convocatoria en 1975 constituye una clara evidencia de la significación del Premio para la cultura en español.
A este galardón puede ser propuesto cualquier escritor cuya obra literaria esté escrita, totalmente o en su parte esencial, en esta lengua. Pueden presentar candidatos las Academias de la Lengua Española; los autores premiados en anteriores convocatorias; las instituciones que, por su naturaleza, fines o contenidos, estén vinculadas a la literatura en lengua castellana, y los miembros del jurado.
Desde su creación el Premio se falla a finales de año y se entrega el 23 de abril -día del fallecimiento de Miguel de Cervantes - en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, cuna del escritor, por SS. MM. los Reyes de España.
Este año el galardonado ha sido Juan Goytisolo y este es el texto de su discurso en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.
Discurso de Juan Goytisolo
A la llana y sin rodeos
En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la
de quienes conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven
como una adicción. El encasillado en las primeras cuida de su promoción y
visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir
consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le procura
beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o
revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del
segundo, escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de
escribidor.
A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz
de escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la
luz de los focos, “ser noticia”, como dicen obscenamente los parásitos de
la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña,
una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad
atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a
menudo sufrieron cuando fueron escritas. La vejez de lo nuevo se reitera a
lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de
la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda
manipulación y teatro de títeres, la verdadera obra de arte no tiene prisas:
puede dormir durante décadas como La regenta o durante siglos como La
lozana andaluza. Quienes adensaron el silencio en torno a nuestro primer
escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía hasta la publicación
del Quijote no podían imaginar siquiera que la fuerza genésica de su
novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas.
“Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”,
escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él. Ser objeto de
halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser
persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor.
Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como
un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración.
Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la
modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la
inversa y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y silencio
por los centinelas del canon nacional-católico no puedo menos que
rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez.
La luz brota del subsuelo cuando menos se la espera. Como dijo con ironía
Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces
ninguneado Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición!
Mi instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades
totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio
contenido, me ha llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por
Carlos Fuentes nacionalidad cervantina. Me reconozco plenamente en ella.
Cervantear es aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la
cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y
supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos
acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la
tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción
violenta de las identidades religiosas o ideológicas que sienten
amenazados sus credos y esencias.
En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y
comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas
probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios
oscuros de su vida tras su rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del
Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada
solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la
cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del
Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año
de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos
de la sociedad?
Hace ya algún tiempo, dedique unas páginas a los titulados Documentos
cervantinos hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor,
impresos en 1902 con el propósito, dice, de que “reine la verdad y
desaparezcan las sombras”, obra cuya lectura me impresionó en la medida
en que, pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones posteriores,
la verdad no se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más de un
siglo después las sombras permanecen. Sí, mientras se suceden las
conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos oficiales que
engordan a la burocracia oficial y sus vientres sentados, pocos, muy pocos
se esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos
años en los que, dice en el prólogo del Quijote, “duermo en el silencio del
olvido”: ese “poetón ya viejo” (más versado en desdichas que en versos)
que aguarda en silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo.
Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas,
esa “exquisita mierda de la gloria” de la que habla Gabriel García Márquez
al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los
sufridos luchadores de Macondo. El ameno jardín en el que transcurre la
existencia de los menos no debe distraernos de la suerte de los más en un
mundo en el que el portentoso progreso de las nuevas tecnologías corre
parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio infinito
de la injusticia, la pobreza y el hambre.
Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote, “deshacer
tuertos y socorrer y acudir a los miserables” e imagino al hidalgo
manchego montado a lomos de Rocinante acometiendo lanza en ristre
contra los esbirros de la moderna Santa Hermandad que proceden al
desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería
financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que
él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas
socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y
el ansia de libertad.
Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela
nos resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de
paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio
profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello es
locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para
defenderla.
El panorama a nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis
política, crisis social. Según las estadísticas que tengo a mano, más del
20% de los niños de nuestra Marca España vive hoy bajo el umbral de la
pobreza, una cifra con todo inferior a la del nivel del paro. Las razones
para indignarse son múltiples y el escritor no puede ignorarlas sin
traicionarse a sí mismo. No se trata de poner la pluma al servicio de una
causa por justa que sea sino de introducir el fermento contestatario de esta
en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de
unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia y
una vez más, en la encrucijada, Cervantes nos muestra el camino. Su
conciencia del tiempo “devorador y consumidor de las cosas” del que
habla en el magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a
adelantarse a él y a servirse de los géneros literarios en boga como
material de derribo para construir un portentoso relato de relatos que se
despliega hasta el infinito. Como dije hace ya bastantes años, la locura de
Alonso Quijano trastornado por sus lecturas se contagia a su creador
enloquecido por los poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la
locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la
lección del Quijote. Al hacerlo no nos evadimos de la realidad inicua que
nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella. Digamos bien alto que
podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos
resignamos a la injusticia.